Cuando tenía dieciséis años emprendí una de las aventuras más educativas de
las que he dispuesto en mi vida. Después de un campamento, con la
responsabilidad de ser monitor de un grupo de niños, eran otros tiempos, decidí
junto con otro compañero de la misma edad, realizar parte de la transpirenaica.
Como dos pardillos que éramos, y con el pecado de juventud de querer comernos
el mundo, cargamos la mochila con todo aquello que nos pareció imprescindible
para diez días de marcha. He de señalar que el material de montaña de aquella
época, o al menos el que nuestra economía nos permitía disponer, no era ligero
como es ahora, precisamente.
Así pues, con unas mochilas que pesaban una barbaridad, comenzamos nuestra
aventura, de repente, toda nuestra inexperiencia nos cayó como una losa, y
todos los detalles, por pequeños que fueran, que no habíamos valorado bien, nos
empezaron a pesar toneladas. Tras cinco días de agonía, las circunstancias, nos
hicieron ver que lo mejor era emprender el regreso, sin haber superado ni la
mitad de lo previsto inicialmente. Puede que contado así parezca un fracaso,
nada más lejos de la realidad. El ser humano necesita tomar decisiones y
equivocarse, para así, poder valorar las situaciones que se presentan en la
vida de una forma ajustada y real. Aprendí muchísimo en esa salida, y a partir
de entonces, comencé a planificar mis salidas a la montaña, muchísimo mejor,
valorando todas las posibles contingencias de forma adecuada. Empecé la
travesía siendo un mindundi, pero la acabé como un proyecto de montañero,
que tenía experiencia para manejarse en futuras contingencias.
A veces no damos valor a la capacidad de los niños/as, pensamos que no son
capaces de enfrentarse a determinadas situaciones y caemos en el error de la sobreprotección.
Queremos envolver a los niños/as en una burbuja, para evitar que sufran
cualquier tipo de frustración, pero con eso lo que conseguimos son futuros
adultos incapaces de enfrentarse a los problemas con los que la vida les va a
envolver.
En realidad los adultos, los padres/madres principalmente, no solo
quieren proteger a sus vástagos, quieren protegerse a ellos mismos, y no sufrir
al ver a sus hijos en problemas. Es una reacción que tiene algo de egoísmo.
Yo creo que los niños/as son tan capaces como los adultos de superar
cualquier situación, lo que pasa es que no disponen de nuestra experiencia para
encararlas. Pero si no dejamos que asuman las responsabilidades que la vida les
va ofreciendo, ¿cómo van a adquirir esa experiencia?
Siempre he creído que desde la escuela se tiene que preparar a los
alumnos/as para que sepan superar la frustración de una forma responsable y
positiva. Si se tarda mucho en aprender a superarla, puede darse el caso de que
se caiga en un pozo sin fondo, del que sea muy difícil salir, aunque la
situación inicial, no fuese un problema grave. A veces, y es un problema cada
vez más común entre los jóvenes de nuestra sociedad, aún estando bien
trabajado, se cae en problemas de autoestima, muchas de las enfermedades de trastornos
de alimentación, tienen que ver con esto.
Por eso debemos dejar que los niños/as aprendan a sufrir, no pasa nada si
lloran un poco, si asumen que las cosas a veces se hacen mal, pero entienden
que se pueden subsanar, asumir los errores y procurar no caer más en ellos.
Si
para que no sufran, caemos en el error de evitarles esas situaciones, estamos
haciéndoles un flaco favor. Debemos dejar que intenten subir la montaña, aunque
sepamos que deberán bajar, antes de llegar a la cima.
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